LA MADREMONTE
Así como la Madre de Agua es la divinidad de las aguas, la Madremonte lo es de los montes, de los montes del llano. Pero si aquella es una niña linda, ésta es una gran señora econpetada, robusta, alta, con sombrero vistoso, adornada con plumas y vestida toda de verde. Sus iras y persecuciones son terribles; ataca siempre con grandes tempestades, vientos e inundaciones que destruyen las cosechas, ahuyentan los ganados, ahogan los terneros y causan toda clase de calamidades. Además pierde o enreda a los que merodean en sus dominios embriagados o en malos pasos; persigue con saña a los que son dados a discutir maliciosamente por linderos y que destruyen las alambradas de sus vecinos; es una asidua defensora de los límites correctos de las propiedades.
Castiga también, a los que roban, a quienes andan en aventuras amorosas pervertidas y a los que osadamente invaden el corazón de sus enmarañadas arboledas; a aquellos cazadores vagabundos que lo hacen por distracción o perversión y a los niños vagos o desobedientes. Su influencia se manifiesta por una especie de mareo, de alucinación, mediante la cual la víctima ve todos los lados del monte idénticos, dificultándose por tanto, la salida.
Cualquier bosquecito se presenta como una inmensa y enmarañada montaña, sin senda ni salida, por donde el pedido empieza a trasegar arañándose, rompiéndose la ropa y sufriendo toda clase de percances. Cuando, pasado el conjoro, ve que solo ha sido un pequeño bosque en el que se ha perdido y destrozado, no deja de exclamar: "eso jue esa vieja yerbatera e la Madremonte que hizo esta jugada".
La Madremonte no se deja ver, porque siempre marea a sus víctimas y las hace entrar en un profundo sopor.
Para librarse de sus ataques es preciso ir fumando un tabaco o llevar un bejuco de adorote o carare amarrado a la cintura. Es también conveniente llevar pepas de cabalonga en el bolsillo o una vara recién cortada de cordoncillo, o guayacán, como especie de bordón. Sirve también portar escapularios o medallas benditas o ir rezando la oración de San Isidro Labrador, abogado de los montes y los aserríos.
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